Por Mora Laiño. Comisión de Crisis Climática
Este otoño nos encuentra con casi medio año arrasado por la pandemia y ante una promesa de volver a la “normalidad” que nos lleva a pensar cómo queremos transitar ese camino y a preguntarnos si habrá lugar para diseñar otras trayectorias de desarrollo posibles, con foco en los derechos humanos, a partir de los aprendizajes que nos deja esta crisis mundial.
El COVID-19 vino a reforzar la importancia de los lazos de interdependencia que sostenemos entre nosotrxs como especie, pero también con nuestro entorno y con la naturaleza, a través de algunos mensajes clave.
Somos altamente vulnerables y nuestra salud está atada a la salud de los ecosistemas.
Hace tiempo la ciencia nos venía advirtiendo que la presión excesiva sobre los ecosistemas y la pérdida de la biodiversidad se traduciría en la proliferación de enfermedades zoonóticas, transmitidas de animales a humanos[1]. Sin embargo, seguimos deforestando para expandir la frontera del agronegocio y sus cultivos transgénicos con agrotóxicos; criamos ganado de forma intensiva y abusiva, usando más y más antibióticos en una “carrera armamentista” en la que las bacterias se vuelven cada vez más resistentes hasta convertirse en caldo de cultivo de virus y enfermedades que llegan a nuestros platos de comida; estresamos y fragmentamos los ecosistemas ignorando que dependemos de su buen estado de salud; invadimos la vida silvestre y ofrecemos animales en grandes vidrieras de mercados comerciales.
Tal como desoímos las advertencias de la ciencia, silenciamos las consecuencias que tienen nuestras maneras de producir, de consumir y de habitar sobre la emergencia del coronavirus; y naturalizamos que sus impactos sean desiguales según dónde nos ubiquemos en la pirámide social, tanto más cerca o más lejos del acceso a derechos humanos básicos como el agua, la vivienda, el trabajo y los alimentos.
La premisa de maximizar la productividad sin considerar el impacto ambiental mostró signos de agotamiento.
Durante las últimas décadas, se impuso el modelo productivo “just in time”. La tecnología aumentó la productividad y tendió a la concentración de unidades productivas cada vez más grandes y sofisticadas, como mecanismo para maximizar la productividad al menor costo posible y sin que los daños ambientales entraran en la ecuación financiera. Lo hizo mediante líneas de producción que requieren cada vez menos trabajadorxs realizando tareas simples y repetitivas. Automatización en los sistemas de producción para sostener niveles de consumo exponenciales con un visión extractivista y de acumulación.
La aglomeración de la producción se tradujo en aglomeración de personas en ciudades cada vez más densamente pobladas, forzando mayores niveles de contaminación, centralización, competencia por recursos e impacto ambiental. Tal es así, que la pandemia no ha parado de visibilizar las debilidades del paradigma actual y sus estrategias de producción quedan expuestas, por ejemplo en las granjas industriales intensivas de Estados Unidos en las que proliferó el virus de manera descontrolada.
Necesitamos respuestas comunes coordinadas entre países orientadas a disminuir las desigualdades sociales mediante mecanismos distributivos.
El contexto económico de esta doble crisis, sanitaria y ecológica, puso de manifiesto la interconexión e interdependencia que existe entre los países como resultado de un proceso de globalización acelerado que trajo profundas desigualdades y afectaciones sobre los derechos humanos fundamentales. Modelos de desarrollo que sin poder dar respuestas, muestran sus propias contradicciones; por ejemplo, en el intento de acelerar una transición energética en el marco de subsidios a la extracción de combustibles fósiles que se acrecientan. La crisis económica no es solo efecto de la pandemia, sino una de las causas de su enorme impacto.
Frente a este escenario, surge la necesidad de extender la asistencia en el corto plazo mediante ingresos de emergencia, sostenidos en herramientas fiscales extraordinarias, al tiempo que generar mecanismos tributarios progresivos que favorezcan la redistribución hacia los sectores más vulnerados para la generación de oportunidades. Focalizar las inversiones estatales en proyectos de impacto que prioricen la generación de empleo, emprendimientos que se enfoquen y/o incluyan aspectos de transición energética hacia las energías renovables, modelos alternativos de producción de alimentos basados en el paradigma de la agroecología que favorezcan a lxs pequeñxs productorxs, proyectos de economía circular, políticas de ordenamiento territorial que promuevan una mejor distribución poblacional a partir de esas descentralizaciones en la generación de energía y en la producción de alimentos.
El COVID-19 desnudó lo peor; los débiles pilares en los que se sostiene el sistema: cierres de fronteras, competencia desleal por recursos escasos (para el sistema de salud) y, principalmente, una afectación a la fuerza laboral que dejará una marca aún más profunda, volviendo necesaria la discusión sobre la renta básica, un ingreso básico ciudadano incondicional, como mecanismo inclusivo e igualitario, que permita a su vez reorientar el futuro del trabajo.
Estamos ante un escenario incierto sobre el que podemos construir alternativas más justas y equitativas.
El desafío radica en tomar esta crisis como una ventana de oportunidad para la transformación de los paradigmas actuales y la transición hacia caminos de mayor igualdad y bienestar colectivo. Una visión superadora, de co-creación e integración ecosistémica, que se proyecta en todas sus aristas: incluyendo a la educación como herramienta para la transformación colectiva, ecológica e inclusiva; favoreciendo la toma de decisiones basadas en la ciencia en articulación con los distintos sectores (organizaciones de la sociedad civil, academia, empresas y Estado) para la construcción de alianzas que entiendan la problemática socioambiental en clave de afectación de los derechos humanos.
También se presentan retos en los mecanismos de gobernanza; la necesidad de acuerdos globales más fuertes y representativos que tengan en cuenta el límite planetario y las desigualdades sociales, incentivados por acciones colectivas y movimientos socioambientales que se observan cada vez más sostenidos y crecientes. La importancia de considerar el rol de las comunidades en la toma de decisiones en todas sus escalas, fomentar la cooperación internacional y el multilateralismo, favoreciendo las relaciones transfronterizas y regionales.
Sin duda, tenemos un gran desafío por delante: trabajar para la integración de la agenda ambiental con la agenda social y la económica a partir de coaliciones sociales amplias con foco en los derechos humanos. Esperamos que los problemas sistémicos que se ponen de manifiesto con la crisis, sean el combustible para generar transformaciones que nos permitan imaginar y construir otras trayectorias posibles.
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