Por Mora Laiño.
Se podría decir que con la avanzada de la globalización hablar de agua tiene múltiples significaciones según los intereses y necesidades de quien la nombra: un bien común de la naturaleza amenazado por la crisis climática, un derecho humano fundamental que el Estado debe garantizar, un recurso clave para el desarrollo económico y social, un bien escaso que deja al descubierto los niveles de desigualdad social, un elemento central de la política sanitaria en tiempos de pandemia, una bandera de lucha frente el extractivismo transnacional, un commodity invisible de exportación.
El agua, fundamental para la sostenibilidad de la vida, es ahora un sentido en disputa. Hasta hemos llegado a leer -entre sorpresa y frustración- su reciente inclusión como mercancía que cotiza en el mercado de Wall Street. En una muestra más del profundo proceso de mercantilización que atraviesan los bienes comunes de la naturaleza, un día cualquiera, el agua pasó a ser parte de la especulación financiera.
Es por eso que, en el Día Mundial del Agua, se vuelve necesario pensarla en su carácter comunitario, democratizante y de acceso igualitario, como medio para garantizar una vida digna y con autonomía. En ese camino, es fundamental empezar por visibilizar las desigualdades.
En Argentina, al igual que en otros países de la región, existen inequidades en el acceso y la disponibilidad del agua potable entre las zonas rurales y urbanas. Cerca de 5.3 millones de personas no tienen acceso al agua potable dentro de su vivienda y cerca de 1 millón no lo tiene en el perímetro de su terreno (Censo Nacional 2010). La problemática se agudiza en algunas provincias como las que integran la región del Gran Chaco, donde las cifras alcanzan a un 41 % de hogares sin agua. El 2.8 % de la población argentina debe viajar diariamente para obtener agua.
Las mujeres, a partir de los roles de género socialmente asignados, desempeñan un papel central en las tareas domésticas no remuneradas; en la provisión de agua, alimentos y en los cuidados en general. En muchos casos, generan y gestionan proyectos de manera comunitaria en economías de subsistencia.
Las mujeres que viven en hogares con limitaciones de acceso al agua potable, dedican al trabajo doméstico y de cuidados no remunerado entre 5 y 12 horas semanales más que las mujeres que habitan en hogares sin este tipo de privaciones. En las zonas rurales aisladas y/o dispersas, ellas suelen ser las encargadas de acarrear el agua de los camiones cisterna o pozos, en una actividad que les demanda unas 4 a 6 horas diarias.
Esta dinámica tiene impacto en distintas esferas: un mayor uso del tiempo destinado a la gestión del agua y al trabajo doméstico limita el desarrollo de otras actividades productivas y, como consecuencia, impacta en las posibilidades de generación de ingresos y autonomía económica de las mujeres. Además, tiene implicancias en el estado de salud y sanidad, ya que en muchos casos el agua obtenida no es segura para el consumo ni para la producción de cultivos o la cría de animales, lo que pone en riesgo la seguridad alimentaria de las familias. Con la expansión del COVID, esta problemática se profundizó ante la escasez de un elemento considerado central en la protección sanitaria.
Paraje El Negrito, Santiago del Estero.